Jazz


Noctambulo por las calles de una grandiosa ciudad. Llevo gabardina y sombrero. Hace mucho frío y busco un bar donde poder tomar café y calentarme un poco.
De repente levanto la mirada y descubro lo que será mi hogar durante las próximas noches. Un café-bar muy acogedor que hace esquina, donde están tocando jazz en directo.
Entro, me siento en un sillón de cuero rojo muy cómodo. Un joven que viste con chaleco  me ofrece una manta para combatir el frío que arrastro desde fuera. Me la pongo sobre las piernas mientras pido un café bien caliente. Al poco rato, me lo sirven acompañado de un bombón de chocolate con leche que me sienta como anillo al dedo.

Observo mi alrededor mientras escucho la música: Mis oídos nunca habían contemplado un sonido tan sinfónico como el de este grupo. – pienso complacido.
El sonido cuadra a la perfección con todas las escenas que se reproducen a mi alrededor. Se crea un ambiente armónico que nos rodea agradablemente a todos los clientes. Me siento abrazado; confortado y protegido de aquel frío infernal que habita fuera y que felizmente puedo contemplar a través de los cristales limpios del establecimiento.

La niebla se apodera de la escena, y  forma una escena de película inolvidable.

Pasan 3 horas y todavía estoy. Estoy a punto de quedarme dormido y decido retirarme a mi apartamento. Mientras deleito el último trago de aquella maravilla líquida y oscura como la noche, suena otra sinfonía que no proviene de los instrumentos, sino de la atmósfera que se ha generado a mi alrededor, donde el ruido de las llamas, el viento que silba en las bisagras, y la máquina describir del señor del fondo, forman una canción que acabo llamando Bruma.

Mientras ando a paso rápido, con las manos en los bolsillos, decido que aquella banda será el hilo musical de mis escritos que acompañe cada lectura transportándome de nuevo a este recuerdo.